Las historias siempre son extraordinarias o extraordinariamente cotidianas. Y más extraordinario aún es que siempre duran el tiempo justo desde que cojo el ascensor, hasta que llega a la planta baja. En ocasiones he tenido la tentación de bajar antes, derrotarle en su ritmo. Pero ahora sé que no podría. Un día un apagón nos dejó a medio camino, entre la 10ª y la 9ª. Nueve plantas y media. No diré que no lo pasé mal: los nervios atenazaron mis músculos, mis pulmones buscaban oxígeno entre las rendijas de los plafones metálicos, sudor helado bajo la camisa... Pero el pobre Ted no lo pasó mejor. El apagón, de esos que luego se explican en clase de "Demografía y natalidad", duró 4 horas, y Ted narró impertérrito su historia durante todo el encierro, hasta acabarla exactamente cuando los operarios de emergencia consiguieron bajar el ascensor manualmente. A la mañana siguiente, al vernos, nos preguntamos qué tal nos encontrábamos. Yo, pues que "A base de ansiolíticos, con Diazepán 5 gr., la aspirina del siglo XXI, ya sabes", y él me respondió, "Ah, pues yo a base de gárgaras y Lizipaínas, que son el tintero de mi pluma". Y ambos nos lamentamos de no haber podido disfrutar más la historia. Sí, más larga que de costumbre, pero qué historia: una pareja que estuvo follando sin parar todo un día escondidos encima del ascensor.
Ted y su ascensor, como siempre, estaban allí para contarlo.

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