No cumplimos años, tan sólo veranos.
12 de septiembre de 2011
Veranos
No cumplimos años, tan sólo veranos.
2 de julio de 2010
Una ciudad (I). Los pájaros

12 de junio de 2010
MIKE HAMMER S03E23
24 de abril de 2010
Bronquitis volcánica aguda (Roland Emmerich fuma puros habanos)
8 de noviembre de 2009
Aforismos sobre la sexualidad en la Confederación de Continentes (siglo XXIII)
10 de marzo de 2008
Rockdelux núm. 6
9 de marzo de 2008
Kurt Wagner dejó de ser...
Kurt Wagner dejó de ser carpintero para dedicarse a tareas creativas. Canta, compone, hace la sopa y tiende letras.
7 de marzo de 2008
En el Guixot
- ¿Cuántos sóis?
- Seis medianas.
18 de enero de 2008
El viaje de Tommy Larkin. Uno
- ¡Hola, hola! ¡Hola Tommy! ¿No sabes quién soy, Tommy?
Carcajadas enseñando su boca grande, de pocos dientes, sucios y rotos. La barba de días. El rostro delgado. La camisa blanca. Pero gris. Su voz grita.
- ¿No sabes quién soy? ¿No lo sabes? ¡Pues yo sí sé quién soy! ¡Y sé quién eres tú!
Más carcajadas.
- ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira qué tengo!
Muestra un transistor. Los ojos infinitamente abiertos.
- Escucha, ¿escuchas la canción? ¿La escuchas? Sí... ¿Recuerdas a Emylou? ¿Emylou?
Su dentadura ríe a trozos.
- ¡Sí, Emylou! ¿Quieres un poco de agua? ¿Quieres un poco de agua? ¡Es whiskey!
Su voz ríe y ríe y ríe. Tommy acelera el paso. Las risas son cada vez más lejanas. En la otra cuneta, en sentido contrario, un perro. Delgado. Sucio. El perro se detiene. Mira a Tommy. Tommy mira al perro. Y el perro prosigue su marcha. Las carcajadas, a lo lejos.
10 de noviembre de 2007
Medianoche
Un hombre embutido en una larga gabardina y con un sombrero que le cubre el rostro camina con dificultad, tambaleándose contra los ladrillos agrietados de las fachadas de un pasaje estrecho y gris. Jadeando, se detiene un momento: tose y escupe sangre.Vuelve a caminar y tropieza contra un cubo de basura. Intenta esconder su silueta entre las sombras. Sólo hay encendidas dos farolas. Mira a ambos lados de la calle y observa: tres gatos escapando calle abajo, un letrero de luces de neón roto, ropa tendida en balcones, broncas, gritos y sollozos de bebés que escapan de las pocas ventanas que hay con luz… Está en guardia, nadie le ha seguido. Saca del bolsillo de la gabardina una llave, y abre la puerta situada en los bajos del edificio ante el que se ha detenido. Una vez dentro, se deja caer sobre el suelo de la entrada. El suelo queda manchado de un color rojizo, la sangre se desliza por la comisura de sus labios y por su nariz, el dolor de las costillas rotas casi no le permite respirar, pero consigue llegar hasta la sala de estar en la que le espera un sofá destartalado. El hombre se deja caer en él, y cierra los ojos, dolorido, exhausto…
Un edificio aparentemente abandonado. La zona está rodeada por decenas de coches de policía. Los agentes intentan controlar y mantener a distancia al número creciente de personas que se van acercando. Los que más molestan, como siempre son los periodistas que intentan ganar un Pulitzer. El teniente Hudson intenta controlar la situación.
Fonseca mira hacia la puerta del edificio y ve allí al Teniente Hudson quien, con un ademán, le pide calma, antes de desaparecer por la puerta
- ¡Chicos, quiero que todos guardéis silencio, quiero escuchar absolutamente todo lo que pasa en ese puto edificio! ¡Si un ratón se está masturbando con un trozo de queso delante lo quiero saber! ¡Ya nos quejaremos otro día al sindicato de que nuestras emisoras individuales siguen sin funcionar! ¡Y quiero que hagáis callar a esa escoria de periodistas que seguimos teniendo demasiado cerca, coño! ¡Iluminad el edificio de una puta vez! ¡Silencio!
Con algo de sonrojo y vergüenza por el atrevimiento,
pero con mucho cariño, para un amigo, tebeonauta y sonámbulo,
que me ha hecho disfrutar más, si cabe, del mundo del cómic.
Muchas gracias, tío.
23 de julio de 2007
Mirilla (o al otro lado)
(sí, algo chirriaba en el primer texto escrito, y jodía. pero mi editora supo encontrar ingredientes donde otro sólo vería palabras. justo para que el texto pasara a ser chirriantemente inquietante. como las puertas que chirrían por la noche y dan repelús. tengo mucha mucha mucha suerte, pero eso ya lo dije, creo.)
26 de abril de 2007
Nuevo viaje a la zona negativa


Luces ostroboscópicas, mil doscientos treinta-y-cuatro colores circundantes golpean al P-206, siento el calor de los rayos cromáticos atravesar el aislante del traje. Como preveía Reed, casi no puedo ni respirar. Un dolor recorre la ingle hasta el vientre, casi insoportable, siento náuseas. Noto los impulsos que me llevan de futuro a futuro, entre zumbidos y bips de la computadora que recalcula los espacios imaginarios encontrados que me han de llevar hasta la conjunción de la constelación de dos ríos y cuatro estrellas, en plena estación A-Y-U-N-T- dónde sólo dispondré, según Reed, de 284 segundos para cumplir la misión.
¡Klang, klang, klang! ¡Señal de llegada! Rezo porque sea el sitio correcto y el momento exacto: no tengo ni tiempo para comprobar si hemos saltado al año y lugar marcados por Reed, pero... ¡En marcha! La experiencia del viaje ha sido dolorosa, me ha parecido extrañamente corta, aunque es una percepción confusa, porque desconozco cuántas vueltas de 360º hemos dado a la brújula temporal. Atravieso mareado un pasillo, sus paredes forman parte como de una dimensión invertida, un negativo de imágenes de nuestra realidad conocida: la Zona Negativa es, nuevamente, una caja de sorpresas. Hasta tres compuertas se abren a mi paso, sigo corriendo y... ¡Allí, a menos de cincuenta metros la veo, encima de un extraño cubo negro, envuelta al vacío en un plástico, la probeta de la que depende el futuro de la humanidad! Acelero mi carrera, mi corazón está a punto de explotar, miro el reloj del traje, la cuenta atrás marca 14 segundos, el dolor inguinal aumenta, una punzada me atraviesa el vientre, pero no puedo fallar, he de aguantar, estoy demasiado cerca...
Y sí, lo alcancé. A tiempo. Era el día de la revisión médica en el trabajo, y el día antes olvidé el pequeño frasco en el que todos teníamos que recoger nuestra primera muestra de orina de la mañana. ¿Qué hacer? Mmmmm, me levanté por la mañana, me duché -el peor momento de todos, en serio- y me vestí todo lo rápido que supe. Salí de casa y con mi flamante Peugeot 206, siempre bajo el control y supervisión del amigo Reed desde el inigualable Edificio Baxter, iniciamos una aventura... Con dolores en el bajo vientre. Una aventura más para este imaginauta, que logró llegar a tiempo y mear dentro del frasco en el lavabo del trabajo.
Y mientras, sonreía. Porque la vida es una aventura.
11 de abril de 2007
En su mano una maleta
30 de marzo de 2007
Les nostres vides
Miro l'Albert, asseguda des del sofà. Es troba davant la finestra, observant a través del vidre. Seriós, callat, no parpadeja. M'apropo al seu costat, i miro a l'exterior.
Un semàfor en vermell. Un cotxe aturat en doble filera, amb els quatre intermitents encesos. El borratxo del barri, descamissat, que passeja. Llum en àmbar. Una noia obre la porta del cotxe, i s'escolta "Gloria", de Van Morrison. El borratxo, trontollant, s'atura a parlar amb un senyor. Llum verda. Es tanca la porta del cotxe, i dues ombres s'apropen, fonent-se en una de sola. L'espersor que havia de regar la gespa dels jardinets entra en funcionament, però el fil d'aigua, desviat, remulla al borratxo. S'encén el llum vermell del semàfor, i petites rodonetes transparents rellisquen a la finestra.
- Mira Albert! Hi ha gotes al vidre! Està plovent!
- De debó? Doncs m'he descuidat les ulleres a la feina...
Ens mirem. Per uns segons tot s'atura. Fins que ens abracem, i les nostres vides tornen a girar.
... ... ... ... ... ... ... ... ...
(traducció)
Nuestras vidas
Miro a Albert, sentada desde el sofá. Está delante de la ventana, observando a través del cristal. Serio, callado, no parpadea. Me acerco a su lado, y miro al exterior.
Un semáforo en rojo. Un coche parado en doble fila, con los cuatro intermitentes encendidos. El boracho del barrio, descamisado, que pasea. Luz en ámbar. Una chica abre la puerta del coche, y se escucha "Gloria", de Van Morrison. El borracho, tambaléandose, se para a hablar con un señor. Luz verde. se cierra la puerta del coche, y dos sombras se acercan, fundiéndose en una sola. El espersor que debía regar el césped del parque entra en funcionamiento, pero el hilo de agua, desviado, remoja al borracho. Se enciende la luz roja del semáforo, y pequeños círculos transparentes resbalan por la ventana.
- ¡Mira Albert! ¡Hay gotas de agua en el cristal! ¡Está lloviendo!
- ¿De verdad? Pues me he dejado las gafas en el trabajo...
Nos miramos. Por unos segundos todo se detiene. Hasta que nos abrazamos, y nuestras vidas vuelven a girar.
20 de marzo de 2007
Soy el revisor
- Soy el revisor de salida -exclamó, emocionado, con sus ojos pequeños bien abiertos.
- No llevo billete -respondió David, estupefacto, buscando en los bolsillos.
- Pues sin billete no puede bajar del vagón.
David no sabía qué decir. El señor seguía sonriéndole.
- No se preocupe, espere un poco. Quizás en la próxima parada ya tenga billete. ¿Quiere un vaso de agua?
- No, gracias, ahora no.
- Bien, pues que tenga un feliz día.
Y el revisor se despidió, con una sonrisa de oreja a oreja, levantando su palma derecha mientras su otra mano seguía sosteniendo la bandeja. David contestó el saludo, mientras las puertas se cerraban. Se sentó en los asientos, solo, y el vagón volvió a adentrarse en el túnel.
David seguía sin pestañear.
19 de febrero de 2007
Cucharas (INLAND EMPIRE)
Está oscuro y no se ve nada, pero escucho la pequeña cuchara de acero golpear contra la taza de café; doy vueltas con ella, mientras huelo una tetera de hierro forjado sobre la mesa, que impaciente lanza vapor sobre mi rostro. El azúcar que reposaba en el fondo del recipiente se marea en remolinos líquidos, volando en círculo hacia la superficie, otro suicidio. Y entonces, desde una emisora no encontrada en el dial, una voz amenazante y rota surge del altavoz apoyado en la pared, al otro lado de la mesa: "Si puedes, levántate." Y vuelvo a dar vueltas, aunque el azúcar ya no repose.
22 de enero de 2007
Otro cuento
30 de diciembre de 2006
En una dimensión desconocida
"... avances con Eta en el 2007"
"... Sadam, camino de la horca"
La voz de la radio sigue hablando dentro de su cabeza, y no dice lo mismo.
Es cuando él se pregunta, ¿en qué jodida dimensión estamos?
6 de diciembre de 2006
Me decían que leyera la Biblia
1.
Me decían que leyera la Biblia, pero yo sólo quería matar cucarachas. En casa siempre había que ir con cuidado: si mi padre llamaba para sentarnos a comer no había que hacerle esperar. Tampoco se nos podía ocurrir ni a mi hermano ni a mí tocar la comida antes que toda la familia se hubiera sentado, antes de dar gracias al Señor por ese potaje maloliente con coliflor que cada lunes, miércoles y viernes cocinaba mi madre. De verdad, lo último que hubiera hecho nunca es dar las gracias a nadie por aquello, pero en casa había reglas sagradas y respetarlas era un mandato divino. Nunca entendí que fuera un diablo quien velara por su cumplimento: el diablo de mi padre, quien entre borracheras y palizas, solía espetarnos “¡Tenéis que leer la Biblia! ¡Ahí está el secreto, ahí están los caminos del hombre!”. En la escuela del pueblo, las monjas nos daban clase de todo menos de la vida. Con ellas aprendí el padrenuestro en latín, pero nunca quise leer la Biblia: ¿para qué? Si lo decía mi padre no podía ser bueno.
2.
Era la única escuela del pueblo, y el Señor la había construido justo en las afueras, en lo alto de un pequeño cerro, junto a la iglesia. La escuela era un edificio feo, triste, con fachadas de un blanco ya envejecido por el paso del tiempo, y ventanucos que casi no dejaban pasar la claridad. Se dividía en dos bloques, uno para chicas y otro para chicos. Don Ignacio, el cura del pueblo y maestro de Aritmética, esperaba nuestra llegada cada mañana en la puerta de entrada: los diez minutos que duraba el trayecto desde casa a la escuela, era el único momento que podíamos aprovechar para charlar con ellas, para reírles sus gracias, para hacernos los machitos. Cuando llegábamos al alcance de la mirada amenazante de Don Ignacio, ya nos separábamos y callábamos, cada grupo hacia sus respectivas aulas. Otro extraño mandato divino, otro extraño diablo vigilando, aunque nosotros ya entonces sabíamos que no podíamos hacer caso de todo lo que dijera la Biblia, aunque no la hubiéramos leído aún.
En esos paseos conocí a Lucía, una chica preciosa que vivía cerca de casa, con una sonrisa que iluminaba su rostro y unos cabellos dorados que, al sol, parecían lanzar destellos al aire. Claramente había heredado la belleza de su madre, eran como dos gotas de agua. Incluso el gris uniforme de la escuela le quedaba bien. Lucía era una chica bellísima, y cada día que pasaba eclipsaba más al resto. Pero al subir el cerro, cada uno tenía que seguir por su lado, a sus respectivas aulas, estratégicamente apartadas de las nuestras, estratégicamente apartadas de nuestros deseos ingenuos. Chicos y chicas nunca nos conocimos lo suficiente, con lo que, como es normal, aún las encontramos más a faltar. Contra aquella frustración no podía ni luchar fuera de las horas de clase: excepto la hora inmediata al salir de la escuela, en la que todos jugábamos a fútbol en la plaza del pueblo, mi padre nos tenía a mi hermano y a mí encerrados el resto de la tarde, sentados ante un pupitre, con una Biblia en frente. Ojeaba las páginas y no encontraba nada que me recordara a Lucía. Y si no la encontraba allí, la tenía que encontrar donde fuera, con lo que como una pelota no podía ser más importante, dejé de jugar a fútbol.
3.
Cuando llegaba la hora del patio todos nos dirigíamos al campo de fútbol que había en el descampado de la escuela. Las porterías estaban hechas con palos de madera que amenazaban con caerse el día menos pensado, y el campo estaba lleno de boquetes. Pero nos gustaba jugar allí: era el campo de batalla en el que librábamos nuestras contiendas más tontas, de las que en muchas ocasiones sólo ganábamos una herida en nuestro orgullo. Mientras nosotros jugábamos a fútbol allí, en la otra punta del descampado, casi sin lograr verlas, estaba la zona de recreo de las chicas: una pelota no podía ser más importante que ellas, por lo que dejé de jugar al fútbol a la hora del patio, para hacerme explorador. En el descampado había una pequeña choza que servía como vertedero escolar, un lugar donde cabía todo el mobiliario inservible, ya jubilado, excepción hecha de aquellas monjas que con el paso del tiempo dejaban la escuela: nunca supe en qué vertedero acababan su vida laboral. Desde aquel escondite estaba bastante cerca de la zona de recreo de las chicas, con lo que podía disfrutar de unos breves minutos observando cómo jugaban.
Pero resultó que en aquel vertedero yo era un intruso, aquel vertedero ya tenía dueño: un grupo de cucarachas realmente asquerosas habitaba el escondrijo; la primera vez que una me rozó la pierna por poco me muero del susto. Instintivamente la esclafé con mi zapato, y el crujido fue tan atronador que temí que me descubrieran allí, agazapado en mi escondite, con la prueba de mi culpabilidad bien prensada en la suela de mi calzado. Me molestaban, me atacaban, y por más que busqué, nunca supe de dónde salían, no encontré la entrada a su mundo subterráneo. Estaba claro que el invasor era yo, y que aquellos bichos venían a hacérmelo saber, día tras día. No era fácil abstraerse de sus ataques, pero la curiosidad por las chicas era superior. Entre cucaracha y cucaracha, podía disfrutar de las canciones dulces y risueñas de las niñas, mientras saltaban a la comba, o mientras hacían girar aros en torno a sus cinturas, sus trencitas bailando al mismo son... Era un espectáculo digno de ver; para mí, todavía entonces una sensación extraña, nueva, una explosión de sensaciones placenteras desconocidas. Y la verdad es que cada día lo disfrutaba más, cada día se disparaba más mi corazón, cada día me imaginaba más cerca de ellas, jugando con ellas, acariciándolas, besándolas... A pesar de las cucarachas, que nunca cejaron en su empeño: me querían fuera de allí, fuera de su mundo. Pero ¿cómo iba a renunciar? En la escuela me decían que leyera la Biblia, que encontraría los caminos de la vida, pero nunca encontré entre sus páginas nada que me hablara sobre lo que yo vivía en mi escondite: estaba claro, prefería matar cucarachas a leer la Biblia, prefería dar rienda suelta a mi cabeza y disfrutar de las chicas. Especialmente de Lucía que, claro, también estaba allí.
4.
Hay días en la vida que los recuerdas especialmente. Aquel día en el que Sor Mariana vino con fuertes dolores de barriga fue uno de ellos: la clase la tuvo que interrumpir hasta tres veces para ir corriendo al lavabo. Nos costaba aguantarnos la risa, la verdad. Supongo que nos parecía gracioso saber que aquellas personas elegidas por el Señor también padecían de diarreas. Pero lo importante fue que aquello me dio una idea y una oportunidad. Sor Mariana era quien vigilaba que nadie traspasara la línea imaginaria entre nuestra zona de patio y la de las chicas, el único obstáculo firme, junto con las molestas cucarachas, que separaba mi escondite de las chicas. Aquel día, a la hora del patio tan sólo tenía que esperar el momento exacto, ser paciente.
Efectivamente, durante el recreo un retortijón apretó a Sor Mariana, que tuvo que salir por patas porque se cagaba por la patilla abajo. Corría como si el diablo la persiguiera, lo mismo que hice yo, pero no hacia las letrinas del lavabo, sino hacia el grupo de chicas, en dirección a Lucía, que me esperaba con una sonrisa. La cogí de la mano y arrancamos a correr hacia mi cubil. No sé ella, pero yo estaba muy excitado, me sentía muy feliz, y no sabía el porqué. Era como un sentimiento primario, algo instintivo: sentía algo diferente a lo que sentía en los diez minutos de trayecto hasta la escuela que compartía con Lucía. Allí, en el escondite, me sentí empequeñecer ante su belleza, ante una ingenua hermosura que me dejaba hipnotizado, mareado, paralizado. Sólo podía sonreír, y ella también me sonreía. Pero su sonrisa se tornó de golpe en mueca, en rechazo, al ver al ejército de cucarachas que aquel día, como nunca, se enfrentaron a mí: no salió una, como normalmente... Aquello era un regimiento de bichos, no daba abasto a pisotones y patadas, mandándolas bien lejos. Lucía estaba asustadísima, intentaba no gritar demasiado alto, tapándose el rostro con ambas manos. Yo sólo quería matar a todas las cucarachas, y seguir disfrutando, al fin, de aquel momento feliz con Lucía.
Aquello fue una sangría, una de las cosas más desagradables que siempre recordaré. El suelo quedó repleto de caparazones negros quebrados, aplastados, de patitas negras todavía moviéndose separadas de su cuerpo. Fue horrible, y no podía apartar del rostro de Lucía esa expresión de horror, por más que le explicara que sólo eran unos bichos. Yo no podía perder más tiempo, Sor Mariana acabaría su caguera en cualquier momento, con lo que cogí a Lucía fuerte por las manos y acaricié su cuello. Ella me empezó a decir que la dejara, que estaba asustada, que quería volver con las otras niñas. Pero yo ya no sabía qué hacía, sólo sabía instintivamente qué quería: le quité el uniforme, y empecé a tocar sus senos. Lucía se puso a chillar, a pedir socorro a sus amigas; un fuego interior me empezaba a abrasar, Lucía era mía, al fin... Hasta que llegó la cucaracha más grande de todas: Sor Mariana, que me dio el bofetón más fuerte que jamás he sentido. Siempre recordaré aquel híbrido de éxtasis y dolor que duró unos segundos, me sentí extrañamente feliz. Y nunca más volví a ser el mismo.
5.
Me expulsaron del colegio. Enseguida corrió la noticia de lo que había hecho por todo el pueblo, y mi familia, avergonzada, también me expulsó. Me enviaron interno a un colegio en la capital, me abandonaron allí en vida, renegando de quien para ellos era un bicho raro, un enfermo. Mi existencia se volvió un agujero negro desde entonces. Leí la Biblia y se acabaron las cucarachas, y nunca más volví a ser feliz.
Nunca, hasta que hace dos días, después de comprar el Noticiero, paseando por el parque de delante de mi casa, vi a aquella niña saltar a la comba, y jugar con un aro en su cintura, bailando sus trencitas al mismo son. Era igual que Lucía: me acerqué, ella me sonreía. Me acerqué más, la cogí fuerte por las manos, y me la llevé a aquella callejuela estrecha, otro escondite, como el de hace años, en el que volver a ser feliz. La desnudé, la besé, le rocé los senos... Y escuchaba sus gritos, como lloraba, como llamaba a alguien, y escuchaba gente corriendo. Pero yo, en aquel momento, después tantos años, volvía a ser extrañamente feliz. Algo me golpeó en la cabeza, y todo se volvió negro.
6.
Los vigilantes, las cucarachas han vuelto, pero son más grandes, y miden lo mismo que yo. Y levan palos en las manos, con los que me han golpeado sin parar mientras me llevaban a su mundo subterráneo, a aquella cueva que nunca fui capaz de encontrar. Y me gritan, me golpean, me hablan de venganza. “¡Te vas a enterar, enfermo de mierda!” Nunca antes me habían hablado. Tantas y tantas patadas y pisotones con los que maté a tantas y tantas cucarachas. Y pienso en que ahora me toca a mí, por haber querido ser feliz en un mundo en el que no me dejaban serlo. Primero me torturo yo, con mis recuerdos de infancia, y segundo me arrepiento. Me arrepiento, pero no por no haber leído la Biblia antes, sino por no haber hecho caso a las cucarachas, que ya entonces me quisieron avisar .
23 de noviembre de 2006
Esperanza: conversación telefónica (versión II)
Hola, soy Gorka, ¿cómo te llamas? Vaya, qué directo. Perdóname, es que estoy algo nervioso. ¿Por qué quieres saber cómo me llamo? ¿Ya sabes que no acostumbramos a darlo? Tan sólo me gustaría conocer el nombre de con quién estoy hablando. ¿Tan importante es para ti, Gorka? Bueno, dicen que el nombre no hace la cosa, pero puede ayudar a imaginar un rostro, a acompañar una voz, a perfilar unos labios. Vaya, es bonito lo que dices: si quieres puedes llamarme Eva. ¿No podría ser Cristina? ¿Como que Cristina? Es que Cristina es un nombre especial para mí. Pero yo me llamo Eva, con lo que no sé si seré suficientemente especial para ti. Pero eso todavía no lo podemos saber, aunque de entrada, es todo más fácil si eres Cristina. Gorka, me estoy perdiendo un poco. Mira, Cristina, quizás ahora seas sólo Eva, pero en realidad, ¿quién se atreve a decir que no vayas a ser especial para mí? Me lo pones difícil, Gorka, ya sabes que no hay mucha gente especial en el mundo. Yo creo que todos somos potencialmente especiales. Ya, pero no todas nos llamamos Cristina. Pero tampoco tenéis porque llamaros todas Eva, con que seas especial... Yo no me propongo ser especial, sólo puedo proponerme ser yo misma, y en todo caso, que a ti te guste. Cristina, con pequeñas cosas se pueden satisfacer los mayores deseos. Me llamo Eva, Gorka, y saber cuáles son nuestros mayores deseos nos puede lanzar de cabeza a la frustración, vigila con ello. ¡Bah, Cristina, suicídate tú y tus sentimientos! ¡Ey, ey, entiende lo que digo! ¡Y me llamo Eva! Pues explícate mejor, tía. Es bien fácil, lee mis labios: e, uve, a... ¡Eva, bien fácil! ¡No, mujer, no me refería a eso, sino a qué significa para ti desear! Joder, tío, desear es algo humano, casi genético, no sé, a veces nos lo ponemos tan difícil que perdemos de vista lo que hay en nuestras casas, en nuestras manos, en nuestros bolsillos, acabamos sin saber qué queremos, y sin desear lo que ya tenemos. Lo que tú dices es que me convierta en un conformista. No, Gorka, lo que yo digo es que mires alto, sin olvidar lo que hay debajo del cielo que ves, y sin olvidar que tus pies han de tocar tierra. Bajo mis pies no hay nada, Cristina. ¿Y si miras arriba qué ves? Te veo a ti, Cristina. ¿Pero quién coño es Cristina? ¡Cristina es la fuente de mis pasiones, el latido de mis párpados! Ahora resulta que es poeta, el tío... ¡Cristina eres tú! Y dale, ¡que no Gorka, que no soy Cristina! ¡Sí que lo eres! Pero si no me conoces de nada, ¿cómo puedes decir esa tontería? Pues porque eres exactamente lo que yo quiero para mí, lo que yo quiero aquí, ahora; Cristina, ¡tú eres mi deseo! Perfecto, me has entendido a la perfección, además de haber olvidado tener en cuenta qué es lo que yo quiero. Pero no lo he olvidado, tú también necesitas desear. A ver, a ver, de momento el que ha llamado has sido tú, el que ha empezado a hablar has sido tú, y lo has hecho porque tú deseabas algo, no has llamado por mí. Sí que he llamado por ti, Cristina, y he llamado porque sabía que me cogerías el teléfono, que deseabas algo de mí. ¿Cómo? Sí, sí, tú has descolgado el teléfono porque querías hablar conmigo, querías volver a vivir lo inesperado, querías... Gorka, tú supones mucho, y pensar en mi lugar me parece casi egoísta. No estoy suponiendo nada, Cristina, tú lo sabes. ¡Que me llamo Eva! Vale, vale, te llamaré como prefieras, Cristina, pero es que estoy convencido que tú también me deseas. ¿En serio? Sí, sí, tan sólo que ahora no lo sabes, o no lo quieres decir. Gorka... ¿O acaso no podías haber dejado descolgado el teléfono? Mira, si hubiera dejado descolgado el teléfono, esos euros que te habrías ahorrado con la línea comunicando. Cristina, yo sólo quiero volver a disfrutar de esos momentos contigo, te echo de menos... Mira Gorka, tres cosas: la primera, me llamo Eva; la segunda, si Cristina quería volar y voló, déjala en paz y aprende a volar tú también; la tercera, ¿te has corrido ya? ¿Cómo dices? ¡Que si te has corrido ya, joder! ¿Correr, dónde he de correr? ¿Me cago en la hostia puta, Gorka! ¿Te lo explico o te lo cuento? Bueno, yo sólo llamaba para hablar contigo, Cristina... Gorka, ¿pero dónde has llamado?....... ¿Gorka?.......¿Estás ahí, Gorka?........ Sí, sí, estoy aquí. Gorka, ¿sabes dónde has llamado? Cristina, yo sólo quiero hablar contigo un poco, podemos hacer el amor otro día............... Me llamo Eva, Gorka, me llamo Eva.
Eva cuelga el teléfono de la pared de su cocina. Rompe a llorar y lanza unos papeles que tiene en su mano contra el suelo. Se acerca a una fregadera llena de platos sucios y abre un cajón, del que saca unos guantes de plástico. Vuelve a sonar el teléfono. Eva se limpia los mocos, carraspea un poco, aclarando su voz rota, y contesta rápidamente, sin dar opción a la persona del otro lado, en principio, desconocida. Su voz suena descolocada, perdida.
Hola, ¿cómo estás? Ésta es tu línea caliente, tu momento caliente, ¿qué es lo que prefieres que hagamos, amor?
Y es entonces cuando descubre que ya no sabe quién es: si Eva o Cristina.