6 de diciembre de 2006

Me decían que leyera la Biblia



1.

Me decían que leyera la Biblia, pero yo sólo quería matar cucarachas. En casa siempre había que ir con cuidado: si mi padre llamaba para sentarnos a comer no había que hacerle esperar. Tampoco se nos podía ocurrir ni a mi hermano ni a mí tocar la comida antes que toda la familia se hubiera sentado, antes de dar gracias al Señor por ese potaje maloliente con coliflor que cada lunes, miércoles y viernes cocinaba mi madre. De verdad, lo último que hubiera hecho nunca es dar las gracias a nadie por aquello, pero en casa había reglas sagradas y respetarlas era un mandato divino. Nunca entendí que fuera un diablo quien velara por su cumplimento: el diablo de mi padre, quien entre borracheras y palizas, solía espetarnos “¡Tenéis que leer la Biblia! ¡Ahí está el secreto, ahí están los caminos del hombre!”. En la escuela del pueblo, las monjas nos daban clase de todo menos de la vida. Con ellas aprendí el padrenuestro en latín, pero nunca quise leer la Biblia: ¿para qué? Si lo decía mi padre no podía ser bueno.

2.

Era la única escuela del pueblo, y el Señor la había construido justo en las afueras, en lo alto de un pequeño cerro, junto a la iglesia. La escuela era un edificio feo, triste, con fachadas de un blanco ya envejecido por el paso del tiempo, y ventanucos que casi no dejaban pasar la claridad. Se dividía en dos bloques, uno para chicas y otro para chicos. Don Ignacio, el cura del pueblo y maestro de Aritmética, esperaba nuestra llegada cada mañana en la puerta de entrada: los diez minutos que duraba el trayecto desde casa a la escuela, era el único momento que podíamos aprovechar para charlar con ellas, para reírles sus gracias, para hacernos los machitos. Cuando llegábamos al alcance de la mirada amenazante de Don Ignacio, ya nos separábamos y callábamos, cada grupo hacia sus respectivas aulas. Otro extraño mandato divino, otro extraño diablo vigilando, aunque nosotros ya entonces sabíamos que no podíamos hacer caso de todo lo que dijera la Biblia, aunque no la hubiéramos leído aún.

En esos paseos conocí a Lucía, una chica preciosa que vivía cerca de casa, con una sonrisa que iluminaba su rostro y unos cabellos dorados que, al sol, parecían lanzar destellos al aire. Claramente había heredado la belleza de su madre, eran como dos gotas de agua. Incluso el gris uniforme de la escuela le quedaba bien. Lucía era una chica bellísima, y cada día que pasaba eclipsaba más al resto. Pero al subir el cerro, cada uno tenía que seguir por su lado, a sus respectivas aulas, estratégicamente apartadas de las nuestras, estratégicamente apartadas de nuestros deseos ingenuos. Chicos y chicas nunca nos conocimos lo suficiente, con lo que, como es normal, aún las encontramos más a faltar. Contra aquella frustración no podía ni luchar fuera de las horas de clase: excepto la hora inmediata al salir de la escuela, en la que todos jugábamos a fútbol en la plaza del pueblo, mi padre nos tenía a mi hermano y a mí encerrados el resto de la tarde, sentados ante un pupitre, con una Biblia en frente. Ojeaba las páginas y no encontraba nada que me recordara a Lucía. Y si no la encontraba allí, la tenía que encontrar donde fuera, con lo que como una pelota no podía ser más importante, dejé de jugar a fútbol.

3.

Cuando llegaba la hora del patio todos nos dirigíamos al campo de fútbol que había en el descampado de la escuela. Las porterías estaban hechas con palos de madera que amenazaban con caerse el día menos pensado, y el campo estaba lleno de boquetes. Pero nos gustaba jugar allí: era el campo de batalla en el que librábamos nuestras contiendas más tontas, de las que en muchas ocasiones sólo ganábamos una herida en nuestro orgullo. Mientras nosotros jugábamos a fútbol allí, en la otra punta del descampado, casi sin lograr verlas, estaba la zona de recreo de las chicas: una pelota no podía ser más importante que ellas, por lo que dejé de jugar al fútbol a la hora del patio, para hacerme explorador. En el descampado había una pequeña choza que servía como vertedero escolar, un lugar donde cabía todo el mobiliario inservible, ya jubilado, excepción hecha de aquellas monjas que con el paso del tiempo dejaban la escuela: nunca supe en qué vertedero acababan su vida laboral. Desde aquel escondite estaba bastante cerca de la zona de recreo de las chicas, con lo que podía disfrutar de unos breves minutos observando cómo jugaban.

Pero resultó que en aquel vertedero yo era un intruso, aquel vertedero ya tenía dueño: un grupo de cucarachas realmente asquerosas habitaba el escondrijo; la primera vez que una me rozó la pierna por poco me muero del susto. Instintivamente la esclafé con mi zapato, y el crujido fue tan atronador que temí que me descubrieran allí, agazapado en mi escondite, con la prueba de mi culpabilidad bien prensada en la suela de mi calzado. Me molestaban, me atacaban, y por más que busqué, nunca supe de dónde salían, no encontré la entrada a su mundo subterráneo. Estaba claro que el invasor era yo, y que aquellos bichos venían a hacérmelo saber, día tras día. No era fácil abstraerse de sus ataques, pero la curiosidad por las chicas era superior. Entre cucaracha y cucaracha, podía disfrutar de las canciones dulces y risueñas de las niñas, mientras saltaban a la comba, o mientras hacían girar aros en torno a sus cinturas, sus trencitas bailando al mismo son... Era un espectáculo digno de ver; para mí, todavía entonces una sensación extraña, nueva, una explosión de sensaciones placenteras desconocidas. Y la verdad es que cada día lo disfrutaba más, cada día se disparaba más mi corazón, cada día me imaginaba más cerca de ellas, jugando con ellas, acariciándolas, besándolas... A pesar de las cucarachas, que nunca cejaron en su empeño: me querían fuera de allí, fuera de su mundo. Pero ¿cómo iba a renunciar? En la escuela me decían que leyera la Biblia, que encontraría los caminos de la vida, pero nunca encontré entre sus páginas nada que me hablara sobre lo que yo vivía en mi escondite: estaba claro, prefería matar cucarachas a leer la Biblia, prefería dar rienda suelta a mi cabeza y disfrutar de las chicas. Especialmente de Lucía que, claro, también estaba allí.

4.

Hay días en la vida que los recuerdas especialmente. Aquel día en el que Sor Mariana vino con fuertes dolores de barriga fue uno de ellos: la clase la tuvo que interrumpir hasta tres veces para ir corriendo al lavabo. Nos costaba aguantarnos la risa, la verdad. Supongo que nos parecía gracioso saber que aquellas personas elegidas por el Señor también padecían de diarreas. Pero lo importante fue que aquello me dio una idea y una oportunidad. Sor Mariana era quien vigilaba que nadie traspasara la línea imaginaria entre nuestra zona de patio y la de las chicas, el único obstáculo firme, junto con las molestas cucarachas, que separaba mi escondite de las chicas. Aquel día, a la hora del patio tan sólo tenía que esperar el momento exacto, ser paciente.

Efectivamente, durante el recreo un retortijón apretó a Sor Mariana, que tuvo que salir por patas porque se cagaba por la patilla abajo. Corría como si el diablo la persiguiera, lo mismo que hice yo, pero no hacia las letrinas del lavabo, sino hacia el grupo de chicas, en dirección a Lucía, que me esperaba con una sonrisa. La cogí de la mano y arrancamos a correr hacia mi cubil. No sé ella, pero yo estaba muy excitado, me sentía muy feliz, y no sabía el porqué. Era como un sentimiento primario, algo instintivo: sentía algo diferente a lo que sentía en los diez minutos de trayecto hasta la escuela que compartía con Lucía. Allí, en el escondite, me sentí empequeñecer ante su belleza, ante una ingenua hermosura que me dejaba hipnotizado, mareado, paralizado. Sólo podía sonreír, y ella también me sonreía. Pero su sonrisa se tornó de golpe en mueca, en rechazo, al ver al ejército de cucarachas que aquel día, como nunca, se enfrentaron a mí: no salió una, como normalmente... Aquello era un regimiento de bichos, no daba abasto a pisotones y patadas, mandándolas bien lejos. Lucía estaba asustadísima, intentaba no gritar demasiado alto, tapándose el rostro con ambas manos. Yo sólo quería matar a todas las cucarachas, y seguir disfrutando, al fin, de aquel momento feliz con Lucía.

Aquello fue una sangría, una de las cosas más desagradables que siempre recordaré. El suelo quedó repleto de caparazones negros quebrados, aplastados, de patitas negras todavía moviéndose separadas de su cuerpo. Fue horrible, y no podía apartar del rostro de Lucía esa expresión de horror, por más que le explicara que sólo eran unos bichos. Yo no podía perder más tiempo, Sor Mariana acabaría su caguera en cualquier momento, con lo que cogí a Lucía fuerte por las manos y acaricié su cuello. Ella me empezó a decir que la dejara, que estaba asustada, que quería volver con las otras niñas. Pero yo ya no sabía qué hacía, sólo sabía instintivamente qué quería: le quité el uniforme, y empecé a tocar sus senos. Lucía se puso a chillar, a pedir socorro a sus amigas; un fuego interior me empezaba a abrasar, Lucía era mía, al fin... Hasta que llegó la cucaracha más grande de todas: Sor Mariana, que me dio el bofetón más fuerte que jamás he sentido. Siempre recordaré aquel híbrido de éxtasis y dolor que duró unos segundos, me sentí extrañamente feliz. Y nunca más volví a ser el mismo.

5.

Me expulsaron del colegio. Enseguida corrió la noticia de lo que había hecho por todo el pueblo, y mi familia, avergonzada, también me expulsó. Me enviaron interno a un colegio en la capital, me abandonaron allí en vida, renegando de quien para ellos era un bicho raro, un enfermo. Mi existencia se volvió un agujero negro desde entonces. Leí la Biblia y se acabaron las cucarachas, y nunca más volví a ser feliz.

Nunca, hasta que hace dos días, después de comprar el Noticiero, paseando por el parque de delante de mi casa, vi a aquella niña saltar a la comba, y jugar con un aro en su cintura, bailando sus trencitas al mismo son. Era igual que Lucía: me acerqué, ella me sonreía. Me acerqué más, la cogí fuerte por las manos, y me la llevé a aquella callejuela estrecha, otro escondite, como el de hace años, en el que volver a ser feliz. La desnudé, la besé, le rocé los senos... Y escuchaba sus gritos, como lloraba, como llamaba a alguien, y escuchaba gente corriendo. Pero yo, en aquel momento, después tantos años, volvía a ser extrañamente feliz. Algo me golpeó en la cabeza, y todo se volvió negro.

6.

Los vigilantes, las cucarachas han vuelto, pero son más grandes, y miden lo mismo que yo. Y levan palos en las manos, con los que me han golpeado sin parar mientras me llevaban a su mundo subterráneo, a aquella cueva que nunca fui capaz de encontrar. Y me gritan, me golpean, me hablan de venganza. “¡Te vas a enterar, enfermo de mierda!” Nunca antes me habían hablado. Tantas y tantas patadas y pisotones con los que maté a tantas y tantas cucarachas. Y pienso en que ahora me toca a mí, por haber querido ser feliz en un mundo en el que no me dejaban serlo. Primero me torturo yo, con mis recuerdos de infancia, y segundo me arrepiento. Me arrepiento, pero no por no haber leído la Biblia antes, sino por no haber hecho caso a las cucarachas, que ya entonces me quisieron avisar .

15 comentarios:

g. dijo...

Sergi !!!! Impresionante !!! dejo de venir unos días y descubro un escritor alucinante, qué buena qué buena qué buena qué buena sorpresa, felicidades.

Gorjeos dijo...

Joder con las cucas, despues de leer este relato me he acordao de Star Ship Troopers, peli de culto friki.

Max dijo...

Putamadre, que alucinante tu historia. Really. Vamos por una copa, yo invito. Y ten cuidado, en este bar hay muchas Biblias, y no creo que quieras arruinarte los zapatos.

andrés dijo...

si señor, un aplauso. Gregorio (Samsa) está aquí tirado panza arriba, moviendo todas sus extremidades, creo que es para decir que le gustó el relato.

Anónimo dijo...

Me has hecho sentir escalofrios... impresionante es cierto... me encanta tu evolución, estoy sorprendida aunque no debiera de estarlo, lo sé, de alguna manera has dibujado la escena tan bien, que la he vivido en tres dimensiones y en este caso... podrías haberla escrito peor "ya te digo"

Un abrazo Sergi :) grande¡¡

ybris dijo...

Espléndido relato con sabor a "Lolita" de Nabokov.
Ahora que lo de las cucarachas me ha dado en todo el centro ya que me considero el mayor experto en cucarachas de esta zona de la galaxia como ya expliqué el 15/8/2006.
Eso pasa por utilizar la Biblia como cinturón de castidad al servicio de escuelas siniestras de sexos separados y custodiadas por hermanas Marianas de odiosa memoria.

Enhorabuena por el cuento.

Un abrazo.

Angus Scrimm dijo...

Creo que las cucarachas por estar más cerca de la tierra tienen más que decir que una biblia que vuela sin rumbo por el cielo.

Miguel Schweiz dijo...

Después de leer un comentario que escribiste en Cantos Rodados, me acerqué a este blog desconocido y realmente me ha dejado alucinando. Todavía me quedan más cosas por descubrir, no me ha dado tiempo a leerlo todo, pero es magnífico Sergi.

Déjà vie dijo...

No se pq els escrabats mai m'han escandalitzat, tp es q em fessin ilusió pero... potser els hauria escoltat i, per descomptat, no els hauria trepitjat pas. Si haguessim de destruir tot el q ens angoixa, ens amoina, ens fa fastig o simplement no ens agrada...

Anónimo dijo...

uff, qué bueno!
pla, plas...

siloam

Eulalia dijo...

Es asquerosamente bueno.
Un beso.

sergisonic dijo...

empiezo a entender, pásate más a menudo :P, pero no digas eso de alucinante, córcholis. un petó.

mari................ un beso

gorjeos: Starship Troopers es el "Friends" de la ciencia ficción, jejeje. Insectos gigantes más simpáticos que los gusanos de Dune, ¿verdad? Cuídate, poeta.

Max, dame la dirección exacta del Bar y nos encontramos.

andrés, saluda al sr. samsa de nuestra parte.

brisa, un abrazo muy fuerte, para paliar los escalofríos, jejeje.

ybris, muchas gracias. Padezco de un defecto: yo siempre recuerdo Lolita de Kubrick, no he leído el libro de Nabokov (me lo apunto). Queda certificado que eres el mayor especialista en cucarachas de la galaxia. Cuida tu nariz. Un abrazo.

seguro que tienen mucho que decir las cucarachas, angus, segurísimo.

un placer, miguel. nos leemos!

deja vie, tens tota la raó: no ens escoltem a qui ens vol avisar, i així ens va... un petó

un besiño, siloam, y gracias, eulalia.

Zifnab dijo...

Pero bueno de la hostia

Y diría más pero no sería lo primero que es lo único que quería decir

Se feliz

manuel_h dijo...

No lo había leído: Imperdonable.

Me parece un relato fantástico.

Gabi dijo...

Xaval t'has superat !!!!!

Plega de la feina que tens i comença a publicar llibres com un boig.

La meva Biblia es un altre, pero per si em quedava algun dubte ara m'ho has deixat clar. :-)