No es sólo exploración, sino disección y autopsia lo que Darren Aronofsky fabrica y expone, mostrándose como observador invisible al objeto de su deseo. Un voyeurismo formal (sus planos persiguiendo literalmente las espaldas del personaje nuclear son ya marca de la casa) generosamente excesivo con el espectador, quien por más que se resista, acabará hipnotizado y poseído por esa misma visión. En sus narraciones, Darren Aronosky dirige también al espectador, precisa qué imagen es la que ha de superponerse a cualquier otra potencial lateralidad que pudiere desviar la retina del testigo invitado y teleguiado brutalmente, sin sutilezas ni rodeos.
La paranoica historia de una frágil pero insistente bailarina en los ensayos previos y posterior estreno del ballet "El lago de los cisnes" requería, después del desasosiego más calmado de The Wrestler (2008), recuperar los excesos ya ejercitados en Pi (1998) y, sobre todo, en la múltiple Requiem for a dream (1998). En Black Swan, Darren Aronosky abre en canal a una excelente Natalie Portman para obligarnos a palpar pornográficamente el abismo personal de la bailarina, rasgando la cortina privativa que escondía una obsesión enfermiza. Todo ello logrado mediante un método que sólo en apariencia es físico (ahí sí quedó varado Von Triers), y que en realidad es absolutamente psicológico: el director neoyorquino juega a ser Hitchcock y Kubrick, atiborrado de estimulantes (probablemente ésa, y no otra, sea la gran diferencia existente respecto al cine de Haneke, otro que tal baila), jugando minuciosamente con el montaje de lo narrado (claustrofóbica confusión de espacios en un continuum de terror que danza desde el lugar de trabajo al hogar) y el texto sólo vislumbrado (la elíptica relación entre madre y bailarina es, quizás, lo más explícitamente inquietante del film). El eléctrico clímax final, situado ya en el estreno definitivo de la obra y la conclusión de la historia a lo largo de sus actos y entreactos, también deja patente la compleja personalidad del cine de Aronofsky, nacida a golpe de poliédrico clasicismo.
A pesar de la precipitación predecible de los acontecimientos, con método pero también con piel, Aronofsky apabulla y golpea al espectador, obligándole a ver allí donde probablemente no quería llegar. Todo un ejercicio de generosidad indiscreta de voyeur, de altruismo espléndido y tóxico de un cineasta que dirige su obra (historia y espectador) hacia las entrañas de un ser humano (en plural, el mundo) que nunca se gusta.
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