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Creo en el poder de
la imaginación para rehacer el mundo, liberar la verdad que hay en nosotros,
alejar la noche, trascender la muerte, encantar las autopistas, congraciarnos
con los pájaros y asegurarnos los secretos de los locos.
Creo en mis propias obsesiones, en la belleza de un choque de
autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de una playa de
vacaciones desierta, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el
misterio de los estacionamientos de varios pisos, en la poesía de los hoteles
abandonados.
Creo en las pistas de aterrizaje olvidadas de Wake Island,
señalando a los Pacíficos de nuestras imaginaciones.
Creo en la belleza misteriosa de Margaret Thatcher, en el arco de sus fosas
nasales y el borde de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos
argentinos heridos; en las sonrisas perturbadas de los empleados de estaciones
de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher acariciada por ese joven
soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación
de servicio tuberculoso.
Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus
fantasías, tan cerca de mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados
con los rieles de cromo de las góndolas de supermercado; en su cálida
tolerancia de mis propias perversiones.
Creo en la muerte del mañana, en el acabamiento del tiempo, en la
búsqueda de un tiempo nuevo en las sonrisas de las mozas de los bares de las
rutas y en los ojos cansados de los controladores de tráfico aéreo en
aeropuertos fuera de temporada.
Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y mujeres, en
las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y la Princesa Diana , en
el suave olor que emana de sus labios cuando miran a las cámaras del mundo
entero.
Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido
común de las piedras, en la demencia de las flores, en la enfermedad reservada
para la raza humana por los astronautas del Apolo.
No creo en nada.
Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo,
Vermeer, de Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, el Facteur Cheval, las
torres Watts, Bocklin, Francis Bacon, y en todos los artistas invisibles dentro
de las instituciones psiquiátricas del mundo.
Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las
montañas, en lo absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en
la crueldad de la aritmética, en las intenciones asesinas de la lógica.
Creo en las adolescentes, en la corrupción que hay en ellas sólo
por la postura de sus piernas, en la pureza de sus cuerpos desaliñados, en los
rastros que sus partes pudendas dejan en los baños de moteles miserables.
Creo en el vuelo, en la belleza del ala, y en la belleza de todo lo que alguna
vez haya volado, en la piedra arrojada por un niño pequeño que lleva en sí
misma la sabiduría de los estadistas y de las parteras.
Creo en la amabilidad del bisturí, en la geometría sin límites de
la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la
soledad del sol, en la locuacidad de los planetas, en la redundancia de
nosotros mismos, en la inexistencia del universo y el aburrimiento del átomo.
Creo en la luz que arrojan las videograbadoras en las vidrieras de
las grandes tiendas, en la agudeza de las parrillas de los radiadores en los
salones de venta de automóviles, en la elegancia de las manchas de aceite sobre
las barquillas de los motores de los 747 estacionados en las pistas de los
aeropuertos.
Creo en la no existencia del pasado, en la muerte del futuro, y en
las infinitas posibilidades del presente.
Creo en el desarreglo de los sentidos: en Rimbaud, William
Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.
Creo en los diseñadores de las Pirámides, el Empire State, el bunker
del Fuhrer en Berlín, las pistas de aterrizaje de Wake Island.
Creo en la fragancia del cuerpo de la Princesa Diana.
Creo en los próximos cinco minutos.
Creo en la historia de mis pies.
Creo en las migrañas, el aburrimiento de las tardes, el temor a los
calendarios, la traición de los relojes.
Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperanza.
Creo en las perversiones, en el amor obsesivo por los árboles, las
princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más
bellas que el Taj Mahal), las nubes y los pájaros.
Creo en la muerte de las emociones y el triunfo de la imaginación.
Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte , Wake
Island, Eniwetok, Dealey Plaza.
Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y el
agotamiento.
Creo en el dolor.
Creo en la desesperanza.
Creo en todos los niños.
Creo en mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez,
rompecabezas, tableros de horarios de vuelos, carteles indicadores de los
aeropuertos.
Creo en todas las excusas.
Creo en todas las razones.
Creo en todas las alucinaciones.
Creo en toda la rabia.
Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías y
evasiones.
Creo en el misterio y la melancolía de una mano, en la amabilidad
de los árboles, en la sabiduría de la luz.
'What I Believe', by J.G. Ballard
Interzone, #8, Summer 1984
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