5 de agosto de 2014

El miedo a la ruina contemporánea

Resulta interesante comprobar cómo la arquitectura social que el ser humano va construyendo insiste en la negación a la ruina moderna, contemporánea, al mero hecho de su existencia. Si por una parte continuamos venerando huellas clásicas de la historia (el coliseo romano, la acrópolis de Atenas, las pirámides egipcias o aztecas...) ya sea en viajes físicos o tan sólo psicoemocionales (vía google), la especulación inmobiliaria ha subvertido algo de la belleza del concepto de reciclaje, simplificando éste a un mero apéndice de la obtención masiva y grandilocuente de beneficios. El reciclaje económico no tiene nada que ver, pues, con el aprovechamiento de los materiales o ideas preexistentes, siempre y cuando el proyecto original del que provenieran no formara parte de un entramado que potencialmente pudiera suponer un necocio urbanístico y urbano. 


Así, se nos cohibe. 


Es cada vez más difícil disfrutar del paisaje ruinoso de, por ejemplo, una plaza de toros, cuando ésta puede ser transformada en gran centro comercial de una gran ciudad, si no derruida, para levantar sobre sus cenizas los cuerpos de nuevos edificios.


Pero nuestros particulares coliseums contemporáneos existen, tanto en un nivel fantasmático, desde el mundo onírico de las ideas y de la imaginación, como en un nivel georreferenciado, sobre la superficie ruinas anónimas de viviendas, diminutos núcleos habitados antaño que hoy son oasis silenciados, confundidos con parajes mesetarios, como si todo fuera horizonte y horizontal. Si en algo se caracteriza la ruina moderna es en su inmediatez. Su tiempo verbal es el presente continuo.


Construimos ruinas.


Pero estas ruinas contemporáneas son silenciadas, ocultas al ojo social. Tememos el declive y la baja autoestima provoca hipocresía histórica. Se ocultan sectores urbanizados jamás utilizados. Ocultamos un tipo de belleza que queda fuera del circuito viajero. No es el grand tour. No queremos mostrar la belleza de la naturaleza, primero modificada por materiales consistentes creados por la mano humano, y luego acoplada a la mutación natural. Es una doble intervención sobre el paisaje. Una obra en curso. (Absolutamente imprescindible en este sentido es la obra de Julia Schulz-Dornburg , Ruinas modernas. Una topografía de lucro.)


En realidad nos atemoriza el abandono, la belleza de la basura. 


Se rechaza el Costa Concordia, tumbado en perpetuo descanso sobre las aguas toscanas del Mediterráneo, y lo obligamos a levantarse, a desaparecer de ese nuevo horizonte moderno acabado de delimitar, para volver a convertirlo en una línea sin más, un perfil rectilíneo. 


Tampoco se acepta admitir que las grúas-torres que se elevan sobre la Sagrada Familia en Barcelona ya forman parte imponente del skyline de la ciudad, por lo que la belleza de la obra también podría (o debería) reconocer su largo proceso de construcción, así como representar la abrupta desaparición de su creador, Antoni Gaudí, restando inacabada para el recuerdo, con fachadas invisibles y grúas instaladas en perpetuidad, un mecano, conglomerado de rugosas verticales.


Grúas que jamás debieran ser retiradas.


Redefinamos sin miedo el concepto de belleza.








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