El tiempo sólo es un estado:
la flama en la que vive la salamandra del alma humana.
Andrei Tarkovsky
Veranos. Intervalos de espacio y tiempo entre cuyo antes y después
nada vuelve. Verdadero punto de inflexión en relación al cual no es
necesario poner fecha, sino tan sólo cuerpo y esencia, el adecuado colchón para
acomodar la memoria y dejar que rellene esos recovecos que
aleatoriamente han quedado vacíos, por lejanos. Pensar el verano es ficcionalizar historias sin fecha exacta. Las de abuelos que duermen
en el coche huyendo de mosquitos nocturnos, o vaquillas que se escapan por
las calles de Cervera del río Alhama, donde Bécquer fabuló la historia de un
tesoro perdido y el amor imposible del cristiano y la mora, o también las de
niños en bicicleta, que nadan en lagos y roban Vespas desahuciadas en
granjas de Sils, o aquellos clicks de playmobil que a la vuelta del verano son extraños
para el niño. Como en el retroceso en la novela, donde siempre encontramos infinitas historias porque nunca nada vuelve igual, el tiempo sólo es un estado.
No cumplimos años, tan sólo veranos.
No cumplimos años, tan sólo veranos.
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