7 de abril de 2014

Nirvana, Lola Flores y Kurt Cobain: un McGuffin.

Uno, que para eso está aquello que llaman ego, también tiene arrinconado en esa biblioteca imprecisa y caprichosa que es la memoria y el recuerdo, aquel suceso conocido como "el suicidio de Kurt Cobain", y del que tanto se escucha ahora. Las efemérides virales tienen estas cosas extrañas, producto de la injusticia de los números redondos. Pero sí, por aquel entonces podríamos decir qur éramos jóvenes y descubríamos que el tiempo podía escaparse. Ciertamente no era algo a menospreciar, pero en mi caso recuerdo con más revuelo la muerte (menos cinematográfica) de Lola Flores, unos cuantos meses después, en 1995. Recuerdo mis ataques de ansiesad hibridados con una buena ración de hipocondría de universitario. Desconocía y desconozco el motivo, pero así ocurrió: el abismo sin más ficciones que contar, la existencia del fin absoluto, quedaban para siempre hipervinculados a La Faraona. Recuerdo la portada de El Periódico de Catalunya de aquel día, aquel 17 de mayo grabado en sudor, tatuada la imagen majestuosa de aquella majestuosa mujer, enjoyada, disfrazada o no, la Lola de España, decían, una imagen grabada en mi retina y contra la que sólo podría luchar desde entonces con la ayuda de benzodiazepinas.





No recuerdo ataques de ansiedad por Kurt Cobain. Ni portadas, si las hubo. Sí recuerdo levantarme de aquella noche de viernes a sábado, ahora sí en 1994, veatir un chándal, probablemente de la marca Adidas, color verde, y que todavía guardo, una prenda con la que también jugué a petanca, sí recuerdo, decía, caminar aquella mañana hacia mi instituto, el Icària, a jugar un partido de baloncesto con el equipo que formábamos mis amigos y yo, un equipo peculiar, sin entrenador, con jugadas ensayadas y creativas, como aquella en la que el base subía el balón hacia la pista contraria, mientras los otros cuatro jugadores lo rodeaban en corro, cogidos de la mano, protegiéndolo de un posible defensor, siempre agresivo y preparado para el combate, para así, bajo el manto de nuestra muralla, poder lanzar desde la línea de tres puntos, aquel mítico seis veinticinco, con aparente tranquilidad y para asombro del rival. O aquella otra jugada en la que al grito de ¡Ya! todos los jugadores nos lanzábamos al suelo excepción hecha de quien tenía la pelota, claro, que debía aprovechar el supuesto asombro del contrincante ante el desmayo general para poder lanzar con tranquilidad supina. Éramos un equipo, un gran equipo sin entrenador, al que gustaba mucho la música. Casi tanto como ahora, cuando empezamos a pensar en los 90 como los nuevos 60. Hacíamos locuras, veíamos conciertos, comprábamos discos piratas y escuchábamos discos en cintas de cassette. Estábamos locos. Pero sí, llegué aquella mañana de sábado al instituto, donde ya se encontraban mis compañeros, la mayoría de los cuales habíamos asistido unas semanas antes al concierto de Nirvana en el Palau dels Esports de Montjuïc, y ellos, mis amigos, me daban la noticia. Kurt Cobain, un rifle, un disparo, su cabeza. No recuerdo mucho más, pero sí recuerdo que logramos convencer al árbitro para que guardáramos un minuto de silencio antes del inicio al partido. Así, desde el centro de la cancha, nuestro quinteto inicial, el quinteto adversario, y el árbitro, también los banquillos, en pie. Un minuto de silencio por Kurt Cobain. Pudo parecer que lo hacíamos en broma, pero jamás aquel equipo hizo algo tan en serio. La vida que se escapa en ese minuto de silencio y una portada de El Periódico informando sobre la muerte de Lola Flores, un año más tarde, son los recuerdos que guardo de la muerte de Kurt Cobain, cantante y guitarrista de una banda de Seattle llamada Nirvana.

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