Hoy hace veinte años que mi padre nos dejaba. Esta mañana lo imaginaba sentado en el sofá, en un comedor suspendido en el recuerdo, donde un reloj de pared avanza con paciencia, como si ese fuera su único cometido. Ese espacio permanece entre la memoria y el sueño, un lugar que no pertenece del todo a ninguno de los dos y que quizá por eso me resulta tan convincente y sereno.
Lo veo, o creo verlo, con la taza de manzanilla que me preparaba los sábados, siempre caliente, nunca enfriada, conservando la temperatura exacta de la infancia, que es también la temperatura de lo intacto. Allí el sueño respira, y en cada temblor se revela su fragilidad, pero también su persistencia, porque incluso lo frágil encuentra la manera de sostenerse.
En la cocina, colgado en la pared, un calendario abierto —inmóvil y a la vez expectante— se aparece como una puerta que no lleva al pasado, porque el pasado jamás regresa como lo recordamos, ni tampoco nos lleva al futuro, que solo existe como promesa. Esa puerta se abre hacia un lugar ambiguo donde ensoñación y realidad se funden y confunden, donde lo vivido adquiere la condición de lo soñado y lo soñado la densidad de lo vivido.
Ya no distingo si recuerdo o imagino y tal vez esa sea la verdad menos ambigua de todas: dos palabras para la misma tentativa de rescate, para la misma necesidad de abrazar lo que no queremos perder.
Un beso, papa.
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